La Academia Mexicana de la Historia, Correspondiente de la Real de Madrid, asociación civil sin fines de lucro, tiene por objeto el impulso, desarrollo, fortalecimiento y difusión de los estudios históricos entre el amplio público de nuestro país.

Fachada AMH
Fachada de la Academia
Fachada casa del conde de Rábago c. 1920, calle Capuchinas 43
Fachada casa del conde de Rábago c. 1920, calle Capuchinas 43, actualmente calle Venustiano Carranza, 62.
Revista de Revistas
Edición de la Academia y revista de revistas, edición 1917
Acta de instalación
Acta de instalación

Antecedentes

La Academia Mexicana de la Historia celebró su primer centenario de vida, fue fundada en septiembre de 1919, pero su historia rebasa por mucho los cien años. En rigor, sus antecedentes se remontan más de otra centuria, hasta mediados del siglo XVIII. Estos orígenes, además son de igual forma distantes en términos geográficos y se ubican allende el mar, en la España de la Ilustración, de gran influencia francesa en la creación de academias de diversas disciplinas. El proceso independentista y el rompimiento del vínculo político con la monarquía española disminuyeron la creación de instituciones que pudieran ser vistas como continuidad o reminiscencia del periodo hispánico. Además, la inestabilidad política, la penuria nacional y la falta de regularidad en el ámbito académico explican que un par de propuestas para la creación en México de una academia de tema histórico hayan terminado en rotundos fracasos.

El primer intento tuvo lugar en 1835, cuando Antonio López de Santa Anna decretó la creación de una Academia Nacional de la Historia, cuyo calificativo anulaba cualquier vínculo con la de la vieja metrópoli. Sin embargo, la debacle del gobierno santannista por la pérdida de Texas explica que dicha fundación resultara fallida.

Veinte años después, y otra vez con Santa Anna en el poder, se decretó, a principios de 1854, el restablecimiento de la Academia de la Historia. En rigor, esta se consideraba existente desde 1835, por lo que ahora simplemente se dictaba su “establecimiento permanente” y con “la misma denominación”. Empero era difícil sostener que se trataba de un simple restablecimiento, al margen de que ahora se omitiera el concepto de “Nacional”, pues los historiadores involucrados en la primera fundación, con Lucas Alamán a la cabeza, ya no fueron llamados para su supuesta rehabilitación.

Sin temor a equivocaciones, lo más importante del intento de restablecimiento en 1854 fue la aparición de gente dedicada de manera expresa a las labores historiográficas, como Joaquín García Icazbalceta. Con el estallido de la rebelión de Ayutla, que terminó con la salida de Santa Anna del país para un nuevo exilio, se comprende que el segundo intento también se haya fracasado.

Todavía hubo un tercer intento en el siglo XIX, que se malogró por haber sido un propósito ajeno. Sucedió que en la década de los 1870, la Real Academia de la Historia española, motivada por algunos diplomáticos latinoamericanos, decidió impulsar la creación de sendas academias de la historia en tres países sudamericanos: Colombia, Venezuela y Argentina. La pregunta sigue vigente: ¿por qué México no fue considerado? La falta de historiadores no sería una respuesta aceptable, pues por ese entonces se estaba publicando el México a través de los siglos, escrito por historiadores como Alfredo Chavero, Vicente Riva Palacio, Julio Zárate, Enrique Olavarría y Ferrari y José María Vigil.

La explicación más plausible sería que prevalecían en España los enconos contra el México liberal, contrario a Maximiliano y al responsable de aquella aventura intervencionista europea, Napoleón III.

De ningún modo puede pensarse que la exclusión de México como país idóneo para ser sede de tal tipo de academia se haya debido a la falta de historiadores o a que en España no se les conociera ni valorara como es debido. Incluso, varios mexicanos dedicados a las labores historiográficas fueron reconocidos, a título personal, como miembros “correspondientes” de la Real Academia de la Historia de Madrid en algún momento del siglo XIX.

En síntesis, ninguna academia histórica surgió durante la placidez porfiriana, ni tampoco durante las conmemoraciones del Centenario, cuando se puso muchísima atención a la historia, como conocimiento y como reflexión.

Es paradójico que durante la lucha revolucionaria se haya retomado el tema. Primero, durante el gobierno huertista, en consideración del clima de apoyo que se otorgó a las labores culturales y educativas en los espacios urbanos –en el ámbito rural imperaba la rebelión–, hubo un intento por crear una academia de tema histórico. La hubieran encabezado Nemesio García Naranjo, quien era el secretario de Instrucción Pública, y Genaro García, reconocido historiador y director de la Escuela Nacional Preparatoria. En la única reunión que tuvieron a mediados del mes de junio de 1914, se dijo que tendría veinte miembros titulares. Ni siquiera tuvieron su segunda reunión, programada para mediados de julio, pues la debacle del huertismo hizo que se abortara el proyecto.

Poco después, con el auspicio de la Revista de Revistas, a principios de octubre de 1915, el año más duro del decenio para la Ciudad de México, se reunieron varios historiadores distinguidos en las instalaciones de dicha publicación. Se acordó que se organizarían con el nombre de Academia Libre de Historia, calificativo que la eximía de depender del naciente gobierno revolucionario. Sobra decir que no recibieron apoyo alguno del entonces gobierno carrancista, facción que había tomado la Ciudad de México en agosto de 1915, aunque se trataba en rigor de una ocupación militar, pues el gobierno de don Venustiano permanecía en Veracruz y solo se trasladaría a la capital hasta abril de 1916. Resulta significativo que el siguiente intento de fundar la academia haya tenido éxito, cuando en 1919 un pequeño grupo de historiadores, con miembros de los dos intentos previos aunque con mayor identificación con el grupo de 1914, fue reconocido por la Real Academia de la Historia de Madrid como su “correspondiente” en su sesión del 27 de junio de 1919.

La fundación

En rigor, debe decirse que la Academia Mexicana de la Historia no debe verse como una mera continuación de la Academia Libre de la Historia de 1915 porque muchos más de sus miembros no se involucraron en la nueva institución de 1919.

Así, algunos miembros de la hasta entonces llamada Academia Libre de la Historia Mexicana y otros que no habían sido parte de ella aprovecharon el reconocimiento español y, en sesión del 12 de septiembre de 1919 –que tuvo lugar en el domicilio de Luis González Obregón-, constituyeron de manera oficial la Academia Mexicana de la Historia, correspondiente de la Real de Madrid. Los once miembros que la integraron fueron: Mariano Cuevas, Jesús García Gutiérrez, Luis García Pimentel, Jesús Galindo y Villa, Luis González Obregón, Francisco de Icaza, Juan B. Iguíniz Vizcaíno, Ignacio Montes de Oca y Obregón, Francisco Plancarte y Navarrete, Francisco Sosa y Manuel Romero de Terreros, quienes en aquella sesión elegirían director a González Obregón, secretario a Romero de Terreros y censor a Iguíniz. Para continuar con su formalización, el mes siguiente se aceptaron los Estatutos elaborados por Jesús Galindo y Villa.

El contexto y la naturaleza de la nueva institución son muy reveladores: empezó su proceso formativo a finales de 1915, recién acabada la guerra entre constitucionalistas y convencionistas. Su fundación formal se hizo a finales de 1919, cuando estaba a punto de acabar la violencia revolucionaria y el país hacía esfuerzos notables por alcanzar la paz; a escasos diez meses de que el rector de la Universidad Nacional –y luego secretario de Educación Pública- José Vasconcelos iniciara el gran proceso de desarrollo cultural de México, justo después de la guerra revolucionaria. Sin duda puede decirse que su fundación en 1919 es prueba, y parte, de aquel proceso civilizatorio y pacificante que transformó a México en el ámbito cultural a partir de 1920.

Apenas instalada, la Academia Mexicana de la Historia comenzó su vida centenaria. Sus dificultades son perfectamente imaginables, ya que nació sin apoyo gubernamental alguno. Peor aún, era claro que sus miembros iniciales no concordaban en lo ideológico, político y social con el proceso revolucionario.

No cabe la menor duda, en términos político-ideológicos los miembros fundadores de la Academia eran tradicionalistas, para no llamarlos conservadores, todos contrarios a la Revolución mexicana. También eran hispanistas, además de “fervientes” católicos.

En términos historiográficos, si bien no eran todavía historiadores profesionales, sí practicaban todos el oficio desde una técnica empirista. Además del reducido número de miembros, se padecía también de falta de recursos económicos y de nomadismo en cuanto al lugar de las reuniones; todo parece indicar que el lugar de reunión se vinculaba al director o al secretario en turno, lo que provocó una enorme dispersión documental y un número enorme de actas quedaron en las oficinas de quienes facilitaban el sitio para sesionar. Esta paradójica aunque explicable situación dificulta la elaboración de la historia de la Academia Mexicana de la Historia.

Fue hasta los años treinta, ya con una mayor institucionalización, cuando se buscó recuperar el mayor número posible de actas anteriores y cuando se empezaron a elaborar con regularidad las correspondientes a las nuevas sesiones y que debían organizarse de inmediato en un primer archivo.

La llegada de Genaro Estrada a la dirección de la Academia Mexicana de la Historia en 1930 debe ser vista como un parteaguas en la historia de la corporación. Estrada era entonces subsecretario encargado del despacho de la Secretaría de Relaciones Exteriores y hombre vinculado a Plutarco Elías Calles; en su carácter de director, se dirigió a la legación española en México, pero no a la Real Academia de Historia de Madrid, para informar que “de nuevo había quedado reunida” la Academia Mexicana de la Historia (A. S., 17-xi-30), con lo que se buscaba vincularla al Estado mexicano.

Con todo, la plena normalidad estaba aún lejana, pues durante el sexenio del presidente Lázaro Cárdenas se dispuso que la educación pública debía ser socialista, lo que impactó en todo el ámbito cultural del país, y la Academia Mexicana de la Historia no fue la excepción. Pese a las tensiones ideológicas, a partir de 1933 comenzaron a organizarse congresos nacionales de historia, en los cuales participó la Academia como parte integral de la comisión organizadora. El primero tuvo lugar en Oaxaca y la Academia tuvo una nutrida representación, de cinco miembros.

A la llegada de Manuel Ávila Camacho, más moderado y con un discurso conciliador y no confrontacionista, fue por supuesto celebrada por la corporación. a mediados de 1941 Vito Alessio Robles sugirió que se solicitara la construcción de “un edificio adecuado” para el Archivo General de la Nación, y que en el caso de que no se contara con los recursos económicos, se destinara para tal fin el edificio de La Ciudadela. Fue la primera relación oficial directa entre el Gobierno mexicano y la Academia Mexicana de la Historia, después de veintidós años de fundada.

El cambio que habría de modificar de manera tajante la evolución de la corporación tuvo lugar en la sesión del 30 de septiembre de 1941, cuando en la segunda ronda fue electo como director Atanasio G. Saravia, quien había sido secretario en la anterior mesa directiva. Modernizó a cabalidad la institución, al grado de decir que la Academia Mexicana de la Historia fue otra luego de su llegada a la dirección. Enfrentó dos problemas de inmediato: buscarle a la Academia un local adecuado y acabar con su congénita penuria. Lo primero fue recolectar con regularidad la cuota de cinco pesos mensuales a que ahora se habían comprometido los miembros y conseguir benefactores, ya fueran institucionales o personales. Para finales de ese 1941 logró alcanzar los 220 pesos mensuales de donaciones.

En 1942 se consiguió la publicación de las “Memorias”, cuyo primer responsable sería Juan Bautista Iguíniz, quien además fungía como censor, lo que explica que las sesiones comenzaron a tener lugar en la Biblioteca Nacional, de la que Iguíniz llegó a ser director entre 1947 y 1956.

A mediados de 1942 el secretario de Educación Pública, Octavio Véjar Vázquez, de palabra solicitara a Rafael García Granados, miembro desde 1936, que la Academia escribiera una historia de México. Hubo por entonces un cambio sobresaliente en el estricto sentido historiográfico: la llegada de Silvio Zavala está asociada al inicio de una nueva actitud ante el periodo novohispano, pues el interés por él sería solo académico, sin connotaciones nostálgicas.

Por otra parte, se seguían organizando con gran puntualidad y diversidad geográfica los congresos nacionales de historia, aumentado los vínculos con las instituciones afines locales y con el propio Gobierno mexicano, tanto en el ámbito federal como en el estatal, pues cada congreso organizado por alguna entidad suponía un fuerte contacto con sus autoridades. La disciplina histórica se consolidaba en el país y mucho tenía que ver en ello la Academia Mexicana de la Historia.

Sin duda alguna, la mayor transformación institucional se dio al mediar el siglo, en la sesión del 30 de julio de 1951 se presentaron los Estatutos y el Acta Constitutiva que en el futuro regirían las actividades de la Academia. El cambio no puede minimizarse: hasta entonces la corporación carecía de personalidad jurídica propia.

Placa de identificacion de la casa de Luis Gonzalez Obregon
Placa de identificación de la casa de Luis Gonzalez Obregón antigua calle de San Ildefonso, 9.
Francisco A. de Icaza ca. 1905
Jesús Galindo y Villa ca. 1920
Mariano Cuevas ca. 1920
Luis González Obregón ca. 1910
Luis García Pimentel ca. 1920
Fachada edificio Academia Mexicana de la Historia año 1953
Fachada en la Plaza Carlos Pacheco No 21, 1953

La sede

Al mismo tiempo comenzó la lucha por darle una sede propia a la Academia. El proceso se desarrolló en tres fases: primero, el Banco Nacional de México le obsequió la hermosa fachada de una casa en ruinas, localizada en los números 62 y 62ª de la calle Venustiano Carranza.

Más adelante se consiguió un predio en la Plaza de Carlos Pacheco, el que fue cedido por el Gobierno federal con la intervención de las secretarías de Bienes Nacionales y de Hacienda y Crédito Público, así como con la del propio presidente de la República, Miguel Alemán. Una vez obtenido el solar, el director Atanasio G. Saravia consiguió que el Banco Nacional de México donara 200,000 pesos para la construcción del edificio (A.S., 8-xii-52). El último paso fue lograr que la dirección de Monumentos Coloniales, a cuyo frente estaba Manuel Toussaint, que ocupaba el sillón 18 desde 1946, autorizara el desmonte y la recolocación de la fachada. Los trabajos de construcción del edificio duraron un año: a finales de 1953 la Academia dejó el local que rentaba desde hacía algún tiempo en la calle de Vizcaínas 21 e inauguró su propia sede.

Los cambios académicos

La creación de las otras instituciones afines, el INAH, El Colegio de México y la UNAM, dio lugar a la profesionalización de la disciplina, lo que permitió que al poco tiempo comenzaran a ingresar a la corporación historiadores profesionales; esto es, que trabajaban de tiempo completo en alguna de las instituciones dedicadas a ello.

Empero, profesionalización no fue sinónimo de homogeneización académica. En 1945 tuvo lugar un debate muy significativo en el que polemizaron los historiadores afines a la corriente empiricista, encabezados por Silvio Zavala, y los llamados historicistas, liderados por Edmundo O’Gorman, los que se identificaban como discípulos del transterrado José Gaos, Lo más significativo fue que este debate ya no tuvo tintes políticos e ideológicos como los habidos durante los primeros decenios de la Academia. Todo lo contrario, el de 1945 fue un encuentro sobre las principales formas de entender el oficio historiográfico.

Esto no quiere decir que se extinguieran las polémicas ideológicas, como lo prueban las diferentes posiciones asumidas por varios miembros en lo que se refiere a los polémicos descubrimientos de los restos óseos de Cuauhtémoc, en Ichcateopan, Guerrero, y de Hernán Cortés, en el Hospital de Jesús de la Ciudad de México. Asimismo, surgió por primera vez la posibilidad de que la Academia como corporación incidiera en la docencia nacional, cuando la Editorial Patria le solicitó la elaboración de un “libro de texto”. Por desgracia las diferencias entre los historiadores tradicionalistas y los profesionales malograron el proyecto.

A pesar de este fracaso, no cabe la menor duda de que la Academia comenzó a tener presencia pública y que fue parte sustantiva de la profesionalización de la historiografía mexicana a mediados del siglo XX. La presencia de la Academia aumentó debido a que en lugar de tener lecturas estatutarias exclusivas para los miembros al término de las sesiones, de carácter más bien administrativo, se empezaran a impartir conferencias abiertas al público.

A finales del decenio de los años sesenta tuvieron lugar tres hechos que ilustran el paso del tiempo transcurrido: la Academia cumplió medio siglo de vida, lo que se celebró con una “ceremonia extraordinaria”; el fallecimiento de uno de sus auténticos pilares, el fundador Manuel Romero de Terreros, por lo que del grupo inicial solo quedaba Juan Iguíniz, a quien se nombró “director vitalicio honorario”; la muerte en 1969 de Atanasio G. Saravia, que tantos y tan importantes beneficios había aportado a la corporación, planteó marchar por nuevos derroteros.

O’Gorman
Edmundo O’Gorman
Juan B. Iguíniz
Juan B. Iguíniz ca. 1915
Atanasio G. Saravia
Clementina Díaz y de Ovando ca. 1975 (AHUNAM)
Miguel León Portilla ca. 1970 (AHUNAM)
Edmundo O’Gorman

Modernización plena

El siguiente decenio se caracterizaría por la nutrida llegada de historiadores universitarios, como lo prueban los ingresos de Justino Fernández y de Miguel León-Portilla entre muchos otros. Ahora, la educación universitaria permitió que ingresaran integrantes de las clases medias, con salarios otorgados por las instituciones académicas donde trabajaban, lo que dificultó que los nuevos asociados colaboraran en el sostenimiento de la corporación. Es preciso resaltar que la procedencia universitaria permitió que llegara a la corporación una rica pluralidad temática y disciplinaria.

Un hecho por demás notable tuvo lugar a mediados de 1974, cuando ingresó la primera mujer a la corporación, Clementina Díaz y de Ovando. Desde entonces la presencia de mujeres ha sido constante y creciente: la siguiente en ingresar fue Josefina Zoraida Vázquez y en 2003 se dio la primera dirección presidida por una mujer, Gisela von Wobeser.

Acaso el mayor cambio de los últimos años consista en que la Academia dejó de ser una institución cerrada, de uso exclusivo de sus miembros, con muy escaso impacto público. La decisión transformadora se tomó durante la dirección de León-Portilla, con el abierto y solidario concurso de casi todos sus integrantes. A partir de entonces la Academia imparte cada año numerosos ciclos de conferencias y diplomados de muy diversos temas históricos. Estos actos académicos tienen tres características: son de libre acceso, sin requisito académico alguno; están dirigidos a un público general, interesado en la historia, por último, aunque son impartidos en su mayoría por miembros de la Academia, siempre se ha contado con la amable colaboración de colegas ajenos a ella.

Una contundente prueba de la pluralidad ideológica que desde su profesionalización caracteriza a la Academia Mexicana de la Historia es que, durante 2019, el año de su centenario, se organizaron coloquios con temas como el centenario del asesinato de Emiliano Zapata, los ochenta años del exilio español, el centenario de la fundación del Partido Comunista Mexicano y sobre el quinto centenario de la Conquista de México, todos bajo una perspectiva académica.

Desde luego sería falso dar una visión feliz y positiva de la institución. La Academia Mexicana de la Historia ha tenido problemas y enfrentado crisis durante los años recientes. Tal es el caso de las divisiones surgidas en 1992 debido a las distintas concepciones históricas que Edmundo O’Gorman y Miguel León-Portilla sostuvieron respecto del quinto centenario del descubrimiento de América.

Claro está que la vida de la Academia Mexicana de la Historia después de cumplir su primer centenario será muy promisoria, mientras se conserven los intereses históricos de la opinión pública nacional, su deseo de conocer más nuestra historia; mientras el Gobierno mantenga la idea de que el país se fortalece al contar con una buena conciencia histórica, para lo que es imprescindible que todos los mexicanos conservemos dos identidades históricas, la nacional y la local; y mientras los historiadores del país convengamos en que es importante conservar este gran espacio de confluencia y diálogo entre historiadores de diversas temáticas y procedentes de diversas instituciones. Mientras se cumplan estas condiciones, la Academia Mexicana de la Historia vivirá con fuerza su segundo siglo de provechosa existencia.